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Ernesto Apomayta Chambi
Es un pintor a tiempo completo, de manera precoz descubrió su vocación y desde entonces con la terquedad que caracteriza a los artistas de raza, y venciendo las adversidades del destino, pues había nacido en la comunidad de Juruhuanani, del Distrito de Acora, en los Andes Peruanos, se ha dedicado con pasión excluyente a ser un pintor. Ningún obstáculo pudo disuadirlo de ejercer la pintura, ni la pobreza, ni las mil y una dificultades que se cruzaron en su camino.
La ley de la causalidad divina y, además, su ardiente entrega y fervor por la pintura fueron abriendo el escabroso sendero hacia su consagración artística. Después de inaugurar su centro-atelier de arte, en Utah, Estados Unidos, no logra olvidar los fantasmas de su pasado, que logra transmutar su pintura en imágenes de pescadores que, a bordo de sus frágiles balsas de totora, surcan las aguas dulces del Lago Titicaca; sus cuadros también están poblados de gentes del campo, perennizados haciendo su labor cotidiana en el campo, dedicados al cultivo de la papa, a pastar sus ovejas y alpacas o a cuidar sus vacas.
Porque, a pesar de haber viajado incansablemente por cuatro continentes, no ha logrado olvidar esos remotos, pero entrañables comienzos en Puno, cuna de la civilización incaica de cuyos cerros aparecieron los fundadores del imperio incaico, según la imaginería popular. En esa agreste provincia insurgió un grupo de artistas rebeldes que a comienzos del siglo pasado se reunió en el grupo Orkopata. En Puno, además, nacieron el fotógrafo Martín Chambi, un pariente indígena que logró retratar el paisaje humano y telúrico con una delicadeza inverosímil y Carlos Oquendo y Amat, un poeta de sensibilidad exquisita y de espíritu aventurero que murió tuberculoso mientras la Guerra Civil Española estallaba con todo su fragor homicida.
Ernesto Apomayta nació en medio de esa rica tradición, por eso en su trayectoria se combinan la rebeldía frente al destino, la fina sensibilidad, la casi infinita paciencia, así como su arraigo esencial con la cultura precolombina. No hay en su filosofía artística, sin embargo, una visión cerrada y provincial; por el contrario en sus obras ha buscado alimentarse de las tradiciones esenciales: el arte prehispánico, el milenario de la china, de la cultura maya y azteca, últimamente, de los indios norteamericanos.
Todas estas influencias las ha sabido asimilar a lo largo de su agitada trayectoria de 34 años dedicados a la pintura y a recorrer paisajes de Asia, Oceanía, Europa y América. Ahora, radicado en la ciudad de Bountiful, Utah, donde ha logrado construir un hogar para sus obras que es un centro del arte universal, para todos los poseídos por la pasión artística, recuerda su primera exposición pictórica en su ciudad natal en aquel ya lejano 1974.
“Siempre que me sumerjo en la pintura, mis recuerdos vuelven a revivir y no puedo parar, porque la nostalgia queda impresa en mis obras”- dice Ernesto, mientras por su memoria desfilan los agolpados recuerdos en tropel: se ve a sí mismo, con nitidez esencial, preparando sus propios materiales con tintas de hollín de pino quemado y colores naturales que extraía del alumbre, la cochinilla, el airampo, entre otros, que revolvía con agua de manantial para crear réplicas del universo real y onírico.
También recuerda, con apaciguada nostalgia, las duras condiciones en las que se vio envuelto tras la muerte de su padre Gaspar Apomayta, al que casi no recuerda porque murió cuando él era muy niño. Lo que dejó marcas de fuego en su vida y obra fue la extrema pobreza que debió afrontar con su madre y su hermana mayor, deambulando de un lugar a otro para sobrevivir a duras penas con la venta de objetos de arte y de artesanía. El pequeño Ernesto debió ya intuir desde muy temprano que la educación podría sacarlo del infierno de la pobreza, por eso recuerda con ternura sus años de estudiante en precarias escuelas entre 1962 a 1968 de las comunidades campesinas de Juruhuanani y Ccaritamaya en Acora y, en el lapso de 1969 a 1973 su paso por el Glorioso Colegio Nacional “San Carlos” de Puno. A los diecinueve años ingresó a la Escuela Regional de Formación Artística en Puno, Juliaca y continuó su preparación en el Cusco y terminó en la Escuela Regional “Carlos Baca Flor” de Arequipa.
Los primeros años de egresado fueron difíciles, desalentadores, arduos. En el Perú casi no hay sitio para los artistas, cada uno tiene que ganárselo a pulso, a fuerza de una casi insana terquedad, dispuesto al sacrificio y a llevar una doble vida ejerciendo un oficio de supervivencia, mientras en las horas libres se alimenta la genuina vocación. Ernesto Apomayta trabajó esos primeros años como profesor de educación artística en el colegio secundario “Juana Cervantes de Bolognesi” de Arequipa, centro educativo lleno de carencias, como cualquier otro de las serranías peruanas, en el que pasó cinco años.
Pero, la paciencia rinde sus frutos. Ernesto no desesperó y, armado de sus pinceles y sus rústicos materiales siguió pintando sin tregua, hasta que una serie de becas lo sacaron de ese fatídico engranaje que ha sepultado a tantos artistas en el Perú. Antes de cruzar el cerco rumbo a Italia, en 1983, y a China en 1984, laboró hasta los 28 años de edad como promotor de arte en el Núcleo Educativo Comunal Nº 9 de Chorrillos y en la Supervisión de Educación Nº6 de San Juan de Miraflores de Lima.
El pintor también recuerda el impacto sobrecogedor que sintió cuando el año 1980 visitó el Museo de Arte en Lima. Fue una auténtica revelación contemplar por vez primera la colección de pinturas de ese museo, dos cosas quedaron claras de esa primera visita: que valía la pena dedicar toda la vida al arte y que solo a través de este el hombre podría sobrevivir en el tiempo.
Estas dos convicciones no lo abandonarían jamás, guiarían toda su vida y lo impulsarían a rebelarse contra las limitaciones de su medio y a emprender largos viajes para seguir estudios de especialización, maestría y doctorado en artes plásticas. Los múltiples estudios que ha seguido en diversas partes del mundo no le han hecho perder de vista que el arte consiste, sobre todo, en revelar emociones sinceras e ideas capaces de sacudir, conmover e inspirar a los espectadores. No es, sin embargo, un pintor ingenuo, porque valora la importancia de las técnicas empleadas. El ámbito de su búsqueda no es, por tanto, el coto cerrado de su taller; del libro abierto de la naturaleza extrae los motivos pictóricos de su obra.
Sus búsquedas no conocen de límites espaciales o temporales. El universo es el escenario de su indagación artística y existencial. En su quehacer pictórico confluyen diversas influencias, las que ha ido experimentando con el paso de los años, hasta llegar a una cosmovisión que integra la preocupación por la ecología con las filosofías de Occidente y de Asia.
Tampoco se ha detenido en el tiempo y, aunque su imaginación continúa siendo leal con los épicos años de Puno y con sus paisajes natales, no descarta la inspiración que proviene de la tecnología moderna. No solo visita con frecuencia museos y centros culturales para apreciar y comprender las obras de los grandes maestros- muchas de estas visitas son una suerte de peregrinaje, pues examina las obras en estado de trance durante varias horas-, también encuentra la inspiración en la lectura, el cine y la televisión por cable. En todos estos casos, lo que busca es huidizo, no son imágenes concretas, sino que persigue algo más ubicuo: conceptos, ideas, sensaciones que lo catapulten al proceso creativo.
Sus obras, en efecto, nacen de una vertiginosa sensación, del poderoso efecto causado por algo indefinible, de una emoción previa que antecede a su labor con los pinceles. Una vez traspuesta esa primera prueba, el artista debe lanzarse a la aventura de la creación como a una batalla, sin temor, dispuesto a cualquier sacrificio, a inmolarse en el acto de la creación. Nada más lejos de la concepción del arte como profesión y mero oficio, para Ernesto Apomayta el arte es el fin último, la razón de ser de su existencia. El arte no es, pues, solo cuestión de método y disciplina, hay que salir a buscar inspiración, la que no llega fácilmente, muchas veces resulta esquiva y recelosa.
Sus múltiples viajes tienen como fin la búsqueda de esa inspiración. En Utah suele salir, acompañado de su familia, a una suerte de retiro en las montañas, a exponerse a estímulos muy fuertes como largas caminatas a orillas del Lago Salado, a contemplar las aguas resplandecientes y los atardeces románticos ornados con deslumbrantes arco iris. En medio de esa desolada y melancólica atmósfera, el pintor ha descubierto que puede reencontrar ese temblor primigenio, afloran esas pulsiones subconscientes, brota la confusa nebulosa que más adelante, tras una paciente y ardua gestación, encontrará su verdadero perfil en la obra artística.
Paciencia es una palabra que, en efecto, puede definir su método de trabajo. El artista emplea un pincel muy delgado y fino para dibujar y pintar capa por capa usando colores de diferentes tonalidades, lo que suele enfrascarlo un tiempo más prolongado en la ejecución de la idea o el concepto artístico. Toda esta estoica labor culmina en una eclosión de verdadero gozo, una indescriptible satisfacción cuando finaliza la obra. Los deseos de inmortalidad lo asaltan en esos momentos, porque desearía continuar pintando hasta el fin de los tiempos.
La muerte que más le preocupa a Ernesto no es la física, lo que más le desasosiega es la muerte del espíritu creativo y él sabe que la monotonía y la rutina asesinan la originalidad. Por eso, aunque su vida discurre entregada de lleno a la pintura, huye de la repetición y el encasillamiento. A lo largo de su trayectoria ha cambiado drásticamente de estilo y temática, sin perder el sello inconfundible de su estilo único. Sus obras están pobladas de personajes de diversa procedencia, tales como deidades, seres míticos, animales, plantas, aves, peces y paisajes naturales.
La creatividad radica-según la filosofía artística de Apomayta- en el hallazgo de un ángulo de observación diferente, para hacer lo que otros no pudieron lograr. La creatividad se consigue no solo mediante el desarrollo de la agudeza perceptiva, sino que en su caso la meditación y el estudio sistemático de la Biblia le han ayudado a construir su propio universo personal. Desde el comienzo de su vocación, leyendo sobre el desarrollo del arte en Oriente y Occidente, descubrió que más que el talento la creatividad es una conquista de la determinación y el trabajo, muchas veces de dimensiones cuasi sobrehumanas.
Toda su vida, en realidad, está dedicada al arte. En los momentos de creación, en los de ocio, en los de descanso, su mente divaga y persigue nuevos conceptos e ideas artísticas. Se levanta todos los días a las cinco de la mañana y trabaja, casi sin cesar, hasta la diez de la noche. Solo hace un breve reposo para yantar. Si de trabajos de gran formato se trata, como en el caso de los murales su trajín es aún más intenso, pues con paciencia de bordador a mano dedica de 3 a 5 meses a pintarlos.
Aunque parezca mentira, esta paciencia no la adquirió en China, país al que recuerda entrañablemente. La paciencia es consubstancial a su raza aymara y dio prueba de ello en el país del sol naciente cuando, sin apremios ni prisas, se dedicó por largos años a hacer bosquejos de paisajes y figuras, de los templos antiguos, de cada objeto que hería sus retinas y de las sombras fugitivas de los atardeceres, que registraba como si se tratara de un diario de escritor.
Tras regresar al Perú, durante varios meses se lanzó a la tarea de convertir esos apuntes en aguadas y aguatintas de grandes formatos. El resultado fue una serie de obras realistas, de gran belleza e impregnadas del misticismo oriental. La idea de aplicar la técnica oriental a la composición de paisajes natales se la sugirió su madre, una anciana de 65 años de edad que solía sentarse a su lado para verlo pintar. Así podemos ver en sus cuadros auquénidos, paisajes andinos, campesinos peruanos bañados por una luz oriental y vistos con milenaria sabiduría oriental, porque la clave de su estilo propio consiste en la asimilación, el mestizaje, la combinación de elementos culturales.
Ernesto Apomayta, que a sus 51 años ha llegado a acumular más de mil cuadros y algunos grabados y esculturas, está cada vez más convencido de que su destino es pintar y su misión consiste en unir las distintas culturas para promover la paz y la civilización. No es una tarea fácil, él carga con esta autoimpuesta responsabilidad plena de humor y de un espíritu ávido que lo lleva a investigar sobre las técnicas y utilización de materiales como el oro, seda, papel fibra de arroz, lienzos, madera y metal.
Esas indagaciones las ha vertido en los libros “Historia de la pintura china”, “Métodos y materiales organizados orientado para la generación del siglo XXI”. Actualmente colabora con artículos que publica en revistas y páginas web sobre la evolución del arte oriental, las relaciones entre las pinturas occidentales y orientales, así como sobre sus experiencias personales en el estudio del arte universal.